Virgen de la Esperanza o de la Tinaja.

 

Su fiesta se celebra el 18 de diciembre, y es también conocida como la hermosa fiesta de la Expectación del parto de la Virgen María. En la antigua liturgia hispana, conocida como visigoda o mozárabe, ésta fue la fiesta más importante en honor a Santa María, y en España comenzó a celebrarse con asiduidad a partir del siglo VII, en el mes de diciembre del año 656. Así lo aprobó el X Concilio de Toledo: “Porque en el día en que el ángel comunicó a la Virgen la concepción del Verbo, no se puede celebrar este misterio dignamente, a causa de las tristezas de la cuaresma o las alegrías pascuales, que con frecuencia coinciden con él, declaramos y mandamos que el octavo día antes del nacimiento del Señor se consagre con toda solemnidad al honor de su Madre. De esta manera, así como la Navidad del Hijo se celebra durante ocho días seguidos, del mismo modo podrá tener también una octava la festividad sagrada de María” (X Concilio de Toledo)[1].

Aquella iniciativa se debió en gran parte a Eugenio, el santo y sabio arzobispo de Toledo, el cual contó con la ayuda de San Fructuoso, recién elegido obispo de Braga y, sobre todo, de San Ildefonso, el inmediato sucesor de San Eugenio en la sede de Toledo.

El pueblo cristiano profesó a esta fiesta gran estima, tanto es así que cuando se cambió el rito hispano por el rito romano, pidieron que se conservara esta hermosa fiesta de la Virgen.

Fray Justo Pérez de Urbel dice de esta fiesta: “la Expectación de María se hace nuestra propia expectación. Nos preparamos al gran acontecimiento de la historia universal y entramos de lleno en el espíritu de estos días, que la liturgia llama Adviento; época de esperanza ansiosa, caminar sublime hacia el reino de la luz. Ninguna peregrinación tan emocionante, ninguna odisea tan extraordinaria y azarosa, ningún camino tan lleno de aventuras y maravillas”[2].

También esta fiesta es conocida como la fiesta de Nuestra Señora de la O. En la liturgia de la tarde del día 17 de diciembre, la antífona que acompaña en las vísperas al canto del Magníficat comienza con “Oh” sonoro y admirado: Oh sabiduría, que brotaste de los labios del Altísimo, abarcado del uno al otro confín y ordenándolo todo con firmeza y suavidad, ven y muéstranos el camino de la salvación”. Estas antífonas de la “Oh” evocan la misma admiración agradecida hasta el 23 de diciembre.

La fiesta de la Expectación del Parto nos presenta a María como discípula que hace suya la Palabra de Dios y como madre que va gestando la Palabra de su Hijo.

La Virgen de la Esperanza es expresión de la misericordia de Dios. La esperanza es una virtud teologal junto con la fe y la caridad. Dios infunde la esperanza en nuestros corazones para que nosotros podamos utilizarla en nuestro bien y en el de los demás.

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida, trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús.

María puede ser para nosotros estrella de esperanza; ella fue quien con su «sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros.

María fue una de aquellas almas humildes y grandes en Israel que, como Simeón, esperó «el consuelo de Israel» (Lc 2,25)[3] y esperaron, como Ana, «la liberación de Jerusalén » (Lc 2,38)[4].  Vivió en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a Abrahán y a su descendencia (cf. Lc 1,55)[5].

Así, cuando llena de alegría fue aprisa por los montes de Judea para visitar a su pariente Isabel, se convirtió en fuente de esperanza para los demás.

Y, también, la espada del dolor traspasó su corazón. ¿Había muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probablemente, escuchó de nuevo en su interior, en aquella hora, la palabra del ángel, con la que respondió a su temor en el momento de la anunciación: «No temas, María» (Lc 1,30)[6]. ¡Cuántas veces el Señor, su Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: ¡no temáis! En la noche del Gólgota, pudo oír una vez más estas palabras en su corazón, ¡no temas!

Por ello, María es mujer de esperanza y ejemplo para nuestra esperanza: junto con ella y como ella, la Iglesia entera acoge y agradece la palabra Dios, da vida y anuncia al que es la Palabra del Dios vivo y verdadero.

 Escultura de la Virgen de la Esperanza: Valor Artístico

Imagen de la Virgen de la Esperanza, anónimo sevillano, considerada del taller de Pedro Millán. Gótico, de finales del siglo XV o comienzos del XVI. Terracota policromada, 97 cm. (sin peana), Capilla del convento de Santa Clara de la Columna, Belalcázar.

La escultura sacra posee valores religiosos y éticos que trascienden a los puramente artísticos, motivo por el que hemos querido comenzar este breve estudio atendiendo primero a éstos para posteriormente reparar en su valor artístico. Y es precisamente en este último punto, el de su gran valor artístico, sobre el que queremos ofrecer una serie de claves interpretativas que nos permitan aproximarnos a la escultura gótica, con el fin de facilitar su comprensión atendiendo a su perspectiva histórica, iconográfica, estética y estilística. Para ello, repasaremos de forma concisa el desarrollo general de estas características en el arte gótico, para detenernos después en las cualidades específicas de la Virgen de la Esperanza de Belalcázar: en la representación plástica de la imagen como “Virgen de leche”; en el origen y significado de la advocación de la Esperanza; en su estilo, así como en los paralelismos con la escultura sevillana de la época.

La Virgen de la Esperanza es una escultura gótica que en consonancia con el momento artístico presenta una clara influencia de rasgos humanísticos, mostrando las características de un estilo que irrumpió con fuerza en Europa y supuso un cambio de tendencia, otro orden de valores que se vieron reflejados en el arte mediante un giro radical hacia el naturalismo. Un estilo artístico que surgió movido por una nueva necesidad, la de mostrar el interior, las emociones, creando un arte nuevo que proponía otra manera de ver el mundo. Fueron, especialmente, los franciscanos[7] quienes reivindicaron los sentimientos como una forma de llegar a Dios. Se pasó del hieratismo a la expresividad, del simbolismo al naturalismo, y comenzaron a aflorar las emociones, reflejando sentimientos como la dulzura, el dolor, el amor… Se busca llegar al fiel por el mensaje teológico, como ocurría en el románico, pero también, y esta es la novedad, por la conexión que se establece entre lo divino y lo humano a través de la vía sensorial y empática, ayudándose del mundo de las emociones para tocar la espiritualidad del creyente y acercando la imagen de Jesús a la experiencia vital de quien la contempla.

Las obras religiosas, en el arte gótico, pasaron por un proceso de humanización progresiva, que vino en gran parte propiciada por la influencia de la renovación espiritual propuesta por san Francisco de Asís. Una humanización que es palpable en las representaciones de las vírgenes de la leche, denominadas, en el arte bizantino, Galaktotrophousas, también conocidas como Virgen nutricia. Los nuevos valores que se consolidaron en el arte expresaron la humanización de la maternidad divina, contemplando a la Virgen como Madre de Cristo, del Dios hecho hombre[8].

El origen de las representaciones más antiguas lo encontramos en Egipto, donde el arte nos muestra esta plástica mediante la iconografía de la diosa Isis amamantando a Horus, de ahí la tomaron los cristianos coptos, y desde Egipto pasó a Bizancio.

Se trata de imágenes de la Virgen que la representan en el momento de la lactancia materna, en un acto tan íntimo como es el de amamantar al Niño Jesús. Aunque el tema fue poco frecuente en el románico, a finales de la Edad Media, con el arte gótico, vive un momento de auge. Los cristianos occidentales la denominaron Virgo lactans o Virgen de la Leche, una temática que será mucho más frecuente en el Renacimiento. Fue característica de la Escuela de Siena en el siglo XIV, desde donde se difundió por el Occidente Europeo[9].

Durante los siglos XV y XVI, esta iconografía mariana estuvo muy extendida, pero tras la Contrarreforma se consideró que era una representación irreverente. En las esculturas más antiguas, la Virgen suele aparecer sentada con el Niño en su regazo. En ocasiones, el Niño coge con su mano el pecho de su Madre, y, en otras, es Ella quien se lo ofrece, aunque se muestra completamente vestida. Fue a partir del Concilio de Trento, en 1563, cuando se restringió considerablemente su uso en el arte figurativo al considerar el acto de amamantar poco decoroso, aconsejando evitar la representación del pecho desnudo, aunque el tema siguió estando presente.

En cuanto a la advocación mariana de la Esperanza hay que decir que está relacionada con la maternidad, con el tiempo en el que la Virgen vive su embarazo, esperando el parto, el nacimiento de Jesús. Una advocación que ha estado muy presente en los conventos franciscanos. A lo largo de la historia ha tenido varios nombres: Expectación del Parto de Nuestra Señora, Virgen de la O -denominada así en referencia a las antífonas mayores de Adviento del rezo de vísperas, conocidas como antífonas de la O, porque todas comienzan con la “¡Oh!” en exclamación de esperanza, que se rezan desde el 17 hasta el 23 de diciembre, aunque también se apunta que esta denominación pudo deberse al óvalo de su vientre-   y  Virgen de la Esperanza, una advocación más tardía que participa de una doble significación como Virgen de Gloria, expresando sentimientos gozosos, en espera del nacimiento de su Hijo, y también como Virgen de Pasión, en manifestación del dolor por la crucifixión, pero con la esperanza de la Resurrección.

La Fiesta de la Virgen de la Esperanza[10] es una celebración que fue establecida, en el año 656, en el X Concilio de Toledo convocado por el rey Recesvinto, en cuyo marco se acordó en el primero de sus cánones celebrar la Maternidad Divina. Los Padres de la Iglesia visigoda reunidos en el concilio, instituyeron por especial decreto la celebración de la Fiesta de la Expectación del Parto el 18 de diciembre, ubicándola en un tiempo litúrgico próximo a la Navidad que permitía celebrar con los honores debidos el misterio de la Encarnación de la Virgen. La razón de su institución se debió a que en la liturgia de la Iglesia romana la fiesta se celebraba el 25 de marzo coincidiendo con la Cuaresma o la Pascua, hecho que impedía celebrar la fiesta con júbilo. Sin embargo, para no romper con la liturgia romana se siguió manteniendo también esta fecha. Se trata de una festividad que se circunscribe a los dominios hispanos, y que siguió estando presente en la liturgia de la Iglesia de los reinos de la Península Ibérica, aún después de instaurar la liturgia de la Iglesia romana y abolir la liturgia de la Iglesia hispánica o rito mozárabe.

Las representaciones plásticas de la Virgen de la Esperanza durante el gótico presentan distintas variables. Es conocida como “Virgo gestans” o “María Gravida”, aunque esta advocación también se vincula con la Esperanza como virtud teologal. Los modelos iconográficos han pasado por varias etapas: al principio se representó a la Virgen encinta, en avanzado estado de gestación, pero según algunas corrientes historiográficas durante el Concilio de Trento se intentó suprimir la imagen de la Virgen embarazada, para evitar herejías[11].

La iconografía de la Virgen gestante acariciando su vientre con la mano es la imagen que presenta la Virgen de la Esperanza, del siglo XIII, que se encuentra en la Catedral de León, aunque también se representó a la Virgen sentada en un trono con el Niño en brazos. Como ejemplo de este tipo destaca la Patrona de Logroño, la Virgen de la Esperanza, del siglo XIV. Otro tipo iconográfico es el que representó a la Virgen de pie con el Niño, que se impuso en el siglo XV y comienzo del XVI, del que la Virgen de la Esperanza del convento de Clarisas de Belalcázar es un buen ejemplo.

La escultura española de finales del siglo XV recibió las influencias del arte borgoñón, flamenco y germánico, conocido como periodo hispano-flamenco. La Virgen de la Esperanza del cenobio belalcazareño presenta las características artísticas propias del contexto andaluz, con claras influencias de la estética del arte borgoñón y flamenco, un estilo que llegó de la mano de Lorenzo Mercadante de Bretaña, nombre con el que firmó algunas de sus obras.  Se instaló en Sevilla entre 1454-1467, fecha en la que llegó a la ciudad para realizar algunas de las esculturas de la catedral hispalense, dejando la influencia de un estilo gótico de transición al Renacimiento que creó escuela en Sevilla. Sus obras, realizadas en alabastro y barro cocido, dejaron la huella de su estilo y su técnica en los escultores de su círculo. Su influencia es palpable si observamos sus esculturas de terracota; un estilo del que siguieron bebiendo los artistas de la propia ciudad. Este es el caso de Pedro Millán, con taller en la ciudad y con obras que podemos datar entre los años 1487-1507; entre ellas figuran las que realizó en barro cocido para la catedral en las portadas del Nacimiento y del Bautismo, el Cristo atado a la Columna o el Llanto sobre el Cristo muerto, que actualmente se encuentran en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Pedro Millán significa, en Sevilla, la última manifestación del estilo gótico borgoñón antes de la llegada de los renacentistas italianos[12].

Ciñéndonos a las características concretas de la Virgen de la Esperanza de Belalcázar, tenemos que indicar que se trata de una escultura gótica, de terracota, de finales del siglo XV o principios del XVI, caracterizada por un naturalismo idealizado y sereno, cuya figura exhibe un suave contrapposto, que arquea grácilmente el cuerpo hacia la izquierda para sostener al Niño en su cadera, generando un dinamismo que huye de la rigidez.

En este momento, las imágenes, en la evolución de la figuración estética, se han desprendido de la impronta bizantina que las representaba como vírgenes sedentes, y tampoco se las presenta como gestantes con vientre abultado, sino que las imágenes de la Virgen de la Esperanza se aproximan a la estética del gótico hispano-flamenco, que representa a la Virgen de pie llevando en su brazo izquierdo al Niño Jesús mientras que con su mano derecha cruza el manto por delante de su vientre.

La silueta de la Virgen de la Esperanza de Belalcázar presenta una particular esbeltez y elegancia. Se viste con manto y túnica rematada en el escote con joyas realizadas con perlas que forman flores similares a las que adornan el anillo de la corona. El tratamiento de los paños del manto y de la túnica es voluminoso, con amplios y angulosos pliegues que se cruzan en diagonal en el manto, mientras que en la túnica se disponen verticales y muy marcados hasta tocar la base. Presenta una delicada ejecución del rostro, realzada por la elegancia plástica de un cuello fino y estilizado que está delimitado por mechones de pelo sin volumen y con leves ondulaciones que caen sobre el manto y se prolongan hasta el hombro. Su cabeza, cubierta con toca, se inclina hacia la izquierda en un gesto de aproximación a la del Hijo, y se ciñe con corona decorada con grandes florones de hojas de acanto.

Si nos detenemos en su expresión, observamos que mientras que el gesto de su boca esboza una sutil sonrisa que denota complacencia y ternura, no podemos decir lo mismo de la expresión de sus ojos, pues, si la analizamos, percibimos que no podemos penetrar en esos gratos sentimientos, porque se ven contrarrestados por su mirada ensimismada, la caída de sus ojos, los párpados entreabiertos y una acusada curvatura de sus cejas hacia abajo que revelan un sentimiento de suave compasión y tristeza que parecen preconizar el amargo desenlace. Esta doble expresividad podría ser reflejo de la doble vertiente que contempla la advocación de la Esperanza, pues está asociada con la maternidad, sentimiento gozoso (imagen de Gloria), pero también participa del dolor por la muerte de su Hijo (imagen de Pasión). 

La Virgen de la Esperanza está representada como Virgen de leche, Galaktotrophousa[13], mostrando su pecho izquierdo, aunque no de forma explícita, sino que queda semioculto al espectador, pues, el Niño rodea el pecho de su madre con sus manos, y en ese gesto, su brazo izquierdo se sitúa a la misma altura del pecho de la Madre, por lo que únicamente es visible si la imagen está a una altura inferior que la persona que la contempla. El pecho se desvela de una forma un tanto artificiosa, porque la túnica de la Virgen no posee ninguna botonadura, sino que se resuelve de forma ficticia, como si la túnica tuviera un orificio a la altura del pecho. Por la forma de representar el momento se advierte que, aunque el tema no se evita, hay cierto pudor a presentarlo de forma explícita.

Asimismo, podemos advertir en la imagen que el artista nos quiere presentar la faceta humana de Dios, mostrándonos, aunque no abiertamente, una escena intimista y a la vez anecdótica, al poner Jesús las manos en el pecho de su madre. Y, por otra parte, también observamos que el amamantamiento se concibe con un sentido más teológico que físico, pues el Niño muestra cierto desinterés hacia el hecho en sí y dirige su mirada hacia el espectador. En Él se pueden percibir los mismos sentimientos que expresa la Madre, pero en su versión infantil. Así, con gesto embelesado, baja levemente su mirada y las comisuras de su boca perfilan una sonrisa algo más marcada que la de la Madre, quizás por presentar unos labios carnosos y por la redondez de sus mejillas. Vestido con túnica roja, se sostiene en el brazo de su Madre, y cruza la pierna izquierda sobre la derecha de la que apenas se percibe el pie.

Las últimas aportaciones sobre la imagen de la Virgen de la Esperanza o de la Tinaja realizadas en la zona, las ofrece en su obra el profesor Molinero Merchán[14], especialista en Historia del Arte, donde apunta la posibilidad de que la imagen procediera del monasterio de Amusco, en Palencia, erigido bajo la advocación de la Esperanza; desde allí, junto con las monjas, habría pasado al monasterio de Calabazanos y desde este último la traerían sor Catalina y Luisa Manrique a Belalcázar con motivo de la fundación del convento de Santa Clara.

Por otro lado, relaciona la imagen de la Virgen de la Esperanza con otra procedente de Calabazanos, la Virgen del Pimiento[15] (Fig. 19), que actualmente se encuentra en el Museo Marés de Barcelona. Sitúa a ambas imágenes en una cronología similar e indica que la imagen de la Virgen del Pimiento fue un regalo de D. Álvaro de Luna con motivo de su matrimonio con Dª Juana Pimentel en el convento de Calabazanos.

El profesor Molinero apoya sus argumentos para ubicar en Palencia la procedencia de la Virgen de la Esperanza en que la imagen de Belalcázar comparte la misma advocación que la que tuvo el convento de Amusco, y, además, en el parecido entre la Virgen de la Esperanza y la del Pimiento, a las que atribuye una misma cronología e identidad de estilo, según aseveraba en la conferencia celebrada en la antigua enfermería del convento de Clarisas de Belalcázar.

De la imagen de la Virgen del Pimiento tenemos la ficha técnica[16] remitida por el museo; en ella se indican las características de la imagen y su cronología y la desvincula de la tradición que ha venido atribuyéndola a una donación realizada por don Álvaro de Luna.

            En el Catálogo, que hemos traducido del catalán al castellano, se dice al respecto: “Procede del monasterio de clarisas de Calabazanos (Palencia). Hay una tradición que la atribuye a una donación de Álvaro de Luna cuando se casó en segundas nupcias con Juana Pimentel, en Calabazanos. Pero la crónica nos indica que fue en el año 1431 cuando tuvo lugar el casamiento en Palencia “e veláronlos en Calabazanos” (Crónica de Don Álvaro de Luna, ed. Juan de Mata Carriaz, Madrid, Espasa Calpe, 1940, cap XXXIV, p. 120) y no en 1471 como erróneamente se había dicho (Navarro García, Rafael: Catálogo monumental de la provincia de Palencia. Partido Judicial de Palencia, vol. IV, Palencia, Diputación Provincial, 1946, p. 50). Parece, pues, imposible que la escultura tenga alguna relación con el condestable. Se ha clasificado como de 1500 y de influencia flamenca pero hispánica. Está claro que no tiene nada que ver con la escultura de Palencia del final de la Edad Media; lo más seguro es que fuera importada, posiblemente de Brabante. Esto explicaría que el Niño estuviera desnudo, hecho que es muy difícil de encontrar en el mundo hispano, pero que existe, aunque no demasiado, en la imaginería alemana o flamenca de entonces. Es necesario destacar el estudio cuidadoso de la anatomía infantil que encontramos también en algunas tallas clasificadas como de final del siglo XV y que proceden de los Países Bajos, por ejemplo, la de una santa Ana triple (Colección particular de París) (BOCCADOR, J., y BRESSET, E.: Statuaire médiévale de collection, vol. II, Zug, Les Clefs du Temps, 1972, lán. 276) que también es de formas pesadas como la del Museo del Marés. Si era extraño el hecho de que el Niño estuviera desnudo, también es extraño que tenga el pimiento con el que juegan Madre e Hijo. El pimiento no es ninguno de los atributos usuales, sí que lo es, pues, la flor que lleva Jesús, podríamos pensar que se trata de una granada, aunque no sea un motivo muy frecuente (TRENS, Manuel: María. Iconografía de la Virgen en el arte español, Madrid, Plus Ultra, 1946, p. 564). En los catálogos antiguos de Calabazanos no figura. Seguramente se trata de una donación hecha por algún miembro de la familia Manrique o de alguna de las monjas de la alta nobleza que ingresaron entonces en el monasterio castellano, entonces tan notable”[17].

La veneración por la Virgen de la Esperanza es muy frecuente en los conventos de Clarisas, con lo que no es un hecho concluyente que, por compartir la imagen nombre con la advocación del convento de Amusco, ésta viniera de allí, pues nuestras pesquisas apuntan hacia otros derroteros.

Comparativa imágenes góticas de terracota

          Si bien, la influencia flamenca está presente en las dos imágenes, no nos parecen imágenes salidas de los mismos talleres, sino que presentan características diferentes. Realmente no tenemos pruebas documentales que demuestren de forma fehaciente quién fue su autor, pero sí que hemos encontrado paralelismos con imágenes realizadas en talleres sevillanos en las que se advierten grandes similitudes. Especialmente interesantes son los artículos publicados por Jesús López Alfonso[18], que ha tratado el tema y ha detectado las semejanzas entre tres imágenes góticas (Fig. 20). Se trata de esculturas realizadas en terracota que presentan exactamente la misma estructura compositiva[19]. Entre éstas, una Virgen de terracota que estuvo ubicada hasta 1936 en una hornacina de la fachada de la parroquia de Ntra. Sra. de Consolación de Cazalla de la Sierra, en Sevilla, de la que únicamente se conserva una fotografía; otra imagen semejante de la Virgen se encuentra actualmente en el Museo del Louvre, y, finalmente, la Virgen de la Esperanza de Belalcázar.

El esquema compositivo que presentan es exactamente el mismo. Son imágenes con la Virgen de pie con el Niño sobre su brazo izquierdo. Poseen toca y ciñen sus testas con coronas almenadas, en el caso de la imagen cordobesa muy elevada y prominente. Muestran unas manos elegantes, muy finas y con largos dedos. Con la mano derecha cruzan el manto por delante del vientre formando una marcada curva a esta altura, a la que hay que sumar la curvatura hacia atrás que describe el cuerpo, por lo que si se observan de perfil la figura adquiere una postura semejante a la de una mujer gestante (Fig. 21), una pose que parece ser la impronta propia del autor que las realizó.

Además de las afinidades de la imagen de la Virgen de la Esperanza de Belalcázar con las anteriores, también hemos encontrado similitudes con la imagen de la Virgen del Camino[20] (Fig. 22) del convento de la Madre de Dios de Sevilla, una imagen tradicionalmente vinculada al círculo de Mercadante, pero que posiblemente esté más cercana por sus analogías al entorno de Millán. Entre ellas se evidencian las semejanzas, especialmente en el rostro de la Virgen y en el Niño, por lo que podríamos estar hablando del mismo autor o taller.

De todo ello deducimos, tal y como sugiere Jesús López[21], que si las comparativas realizadas con imágenes salidas de talleres sevillanos son tan evidentes, la Virgen de la Esperanza debió proceder de este círculo. Por tanto, vistas las analogías, es muy probable que la imagen no procediera de Calabazanos, como se ha apuntado, sino de Sevilla, del círculo de escultores que trabajaron con Pedro Millán, quizás del mismo taller, y no hay constancia de que el área de influencia de estos escultores sevillanos llegara hasta tierras palentinas, sino que principalmente se circunscribieron al ámbito de Andalucía y Extremadura, en concreto a localidades de Badajoz[22].

Tal y como menciona el profesor Molinero, las imágenes de la Virgen de la Esperanza de Belalcázar y la del Pimiento, tienen una cronología similar; sin embargo, por todo lo visto anteriormente, no habría que ubicarlas en una fecha anterior a la fundación del convento de Santa Clara[23], sino a finales del XV o principios del XVI.

Si bien las cronologías de la Virgen de la Esperanza y la de la Virgen del Pimiento son cercanas y comparten la misma temática figurativa, no se parecen en nada en su esquema compositivo, que sería el dato más concluyente para mantener la hipótesis de su similitud. Si se realiza una comparativa entre la escultura de la Virgen de la Esperanza y la Virgen del Pimiento, obviamente, coinciden en el tema figurativo; sin embargo, hay que decir que estamos hablando de piezas que no presentan, ni se alimentan de los mismos valores artísticos en el proceso creativo, y podemos advertir estilos diferentes. En ambas son fácilmente observables las diferencias en el tratamiento de los pliegues que forman los tejidos, mientras que al comparar la imagen de la Virgen de la Esperanza de Belalcázar con las obras salidas de los talleres sevillanos que recibieron la influencia del círculo de Lorenzo Mercadante y, especialmente, de Pedro Millán, observamos que participan con exactitud del mismo esquema compositivo y las mismas características formales.

Igualmente, si analizamos sus materiales, advertimos que estamos ante la utilización de materiales distintos, pues mientras que la Virgen de la Esperanza es una terracota (de ahí el nombre de la Tinaja o la Botija), la Virgen del Pimiento es una talla de madera.

Son pocos los autores que hasta ahora se han ocupado de esta obra. Ya hemos mencionado al profesor Molinero Merchán y a Jesús López Alfonso, a los que hay que añadir otro autor de principios del siglo XX,  Ramírez de Arellano, por quien conocemos el emplazamiento que ocupaba la Virgen en la iglesia del convento en los primeros años del siglo pasado, por una información que nos ha llegado a través de su obra, en la que escribe: “Se halla en el retablo del lado del Evangelio por bajo del arco toral de la iglesia[24]”. Más tarde, la imagen sería trasladada al coro alto de la iglesia y presidía el lugar central de la sillería del coro, donde permaneció hasta que se iniciaron las obras de restauración del convento, hacia 1987.

También aparece mencionada en la obra que varios autores realizan sobre Los Pueblos de Córdoba[25]; de la descripción de la imagen se encarga el profesor Aroca, aunque sin aportar nada nuevo.

La policromía que actualmente presenta la imagen no es la original, sino que fue rehecha con posterioridad, y aunque desconocemos en qué momento se realizó, pudo ser, como apunta Jesús López[26], que se realizara en el siglo XVIII. El manto está rematado por una orla dorada recorrida por una cenefa de estética barroca con el anagrama de María rematado con flor de lis y perlas blancas nacaradas y rojas, todo ello sobre un fondo verde oscuro, quizás por ser el color de la esperanza, y con profusión de detalles dorados. La túnica, de un color difícil de definir, entre beige y rosado, también está decorada con motivos semejantes a una flor dorada, aunque bastante tosca. Cubre su cabeza con una toca de rayas horizontales con motivos dorados. Realmente, son excepcionales los casos en los que las imágenes no han sufrido intervenciones. A todo ello se añaden los resultados de la acción antrópica, provocados por las guerras, exclaustraciones... En este sentido, la imagen de la Virgen de la Esperanza es una de las pocas imágenes antiguas que ha llegado hasta la actualidad, a pesar de los avatares vividos. Salió del convento, junto a lo más destacado del patrimonio artístico que éste poseía, durante la Guerra Civil, en principio, con objeto de proteger el patrimonio; pero, finalizado el conflicto fratricida su retorno no fue fácil, aunque finalmente pudo ser reclamada y regresó desde Madrid, pues, afortunadamente, todavía conservaba una pequeña pegatina, que aún conserva pegada en la parte trasera del manto, en la que figura su advocación y el nombre de la localidad, Belalcázar, motivo por el que pudo ser identificada y regresar de nuevo al convento años después de finalizada la contienda.

Exposición obras de arte 1941

La imagen de la Virgen de la Esperanza es una obra magnífica que ha llegado hasta nuestros días gracias al celo y cuidado de las Hermanas Clarisas, conservando un legado que contribuye a realzar la grandeza y el valor artístico del patrimonio religioso que atesora el convento de Santa Clara de la Columna de Belalcázar.

     © Sara Aranda Moreno y Eugenia Lara Cabrera

ARANDA MORENO, S. y LARA CABRERA, E. Mística y Arte en Santa Clara, Asociación, Córdoba, 2017.


[1] MARTÍNEZ PUCHE, J. A., O.P. y colaboradores. Nuevo Año Cristiano Diciembre, Madrid, Editorial Edibesa, 2001, p.290.

[2] Ibídem, p. 290.

[3] LA BIBLIA, la Casa de la Biblia, Editorial PPC Verbo Divino,  1999, p. 1549.

[4] Ibídem, p. 1549

[5] Ibídem, p. 1547

[6] Ibídem, p. 1546

[7] MARTÍN GONZÁLEZ, J.J. Historia del Arte. Tomo I. Ed. Gredos, Madrid, 1986, p. 579.

[8]Ibídem,  p. 580.

[9] GARCÍA CUADRADO, A., Las Cantigas: el códice de Florencia. Univ. de Murcia, 1993, p. 355. Esta temática aparece también en las Cantigas de Santa María, nº 96.

[10]  NOGALES MÁRQUEZ, C. F.” Las Vírgenes de la Esperanza en Sevilla”, pp. 546-547. https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/3040978.pdf

[11] Ibídem, p. 548.

[12] PÉREZ-EMBRID, F. Pedro Millán y los orígenes de la escultura en Sevilla, Madrid, 1973, p. 36.

[13] Nombre con el que se conocían estas representaciones en el arte bizantino.

[14] MOLINERO MERCHÁN, J. A. El convento de Santa Clara de la Columna de Belalcázar, Diputación Provincial, Córdoba, 2007, pp. 355-356.

[15] Ibídem, p. 357.

[16] RIBÉ CUNILL, BERTA. Conservadora del Centre de Documentació i Recerça Museu Frederic Marés, nos ha remitido el Catáleg d’escultura i pintura medievals con la ficha de la Mare de Déu amb el Nen (MFM 1079).

[17] YARZA LUANCES 1987, p.32.

[18] http://www.lahornacina.com/articulossevilla19.htm

      http://www.lahornacina.com/articulossevilla18.htm

[19] Ver figura de la comparativa de las tres imágenes, en el catálogo fotográfico que se incluye al final de este libro. Fotografías 20, 21 y 22.

[21] http://www.lahornacina.com/articulossevilla18.htm

[22]http://www.lahornacina.com/articulossevilla18.htm

[23] MOLINERO MERCHÁN, J. A. El convento de Santa…, pag 357.

[24] RAMÍREZ DE ARELLANO, R.  Inventario Artístico y Monumental de la Provincia de Córdoba, Córdoba, 1904, p. 1612.

[25] VV.AA. Los Pueblos de Córdoba. Ed. Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, Córdoba, 1992, pp. 222-223.

[26]http://www.lahornacina.com/articulossevilla18.htm

El Presbiterio en Santa Clara de la Columna

    En estas fechas, en las que tenemos muy próximo el Domingo de Resurrección, queremos evocar el misterio que late tras las obras de arte. Y, en este sentido, este artículo pretende acercar al lector la belleza del Evangelio que se manifiesta en el arte. 
 
    En la capilla mayor de la iglesia del convento de Santa Clara de la Columna convergen arquitectura y pintura, sirviendo los plementos de la bóveda de soporte a las pinturas murales; en ellas, el artista plasma un amplio programa iconográfico, recreándose en los aspectos puramente religiosos, creando un espacio cargado de simbolismo, y al que dedicamos una especial atención.
     
    Como en otras ocasiones, las dos autoras de este artículo presentamos nuestro trabajo conjuntamente, y abordamos su estudio desde diferentes ópticas: la artística y la cristológica; ambas facetas quieren ser un canto a la belleza ética y estética que atesora la capilla mayor, pues lo que pretendemos no es otra cosa que valorar el conjunto en toda su grandeza.  
 
    El presbiterio de la iglesia se cubre con una estructura arquitectónica de especial significación, pues bajo ella tienen lugar los momentos más sublimes durante la celebración litúrgica, hecho que generalmente se valida creando las cubiertas de mayor magnificencia y suntuosidad de todo el edificio.  
 
    Comenzamos este trabajo haciendo mención de los cambios que se produjeron en la capilla mayor con motivo del Concilio Vaticano II. Desde la fundación del convento hasta la celebración del Concilio, el presbiterio del templo únicamente comprendió el espacio que se eleva sobre las escaleras en la cabecera de la iglesia. A lo largo de estos siglos, desde finales del XV hasta pasada de la segunda mitad del siglo XX, la misa en su interior se celebraba en latín y el sacerdote oficiaba de espaldas al pueblo. Como testimonio de esta manera de celebrar la liturgia, aún se conserva el altar pegado al testero del presbiterio. Este altar se construyó cuando la iglesia retomó el culto tras la guerra civil, ante la destrucción del anterior que, como era costumbre, estaba integrado en el retablo barroco que fue quemado durante la contienda fratricida (bajo estas líneas incluimos una foto antigua de la bóveda, en la que se puede apreciar el remate del retablo desaparecido). Finalizado el conflicto, sor Guadalupe, natural de Belalcázar, financió con su patrimonio las imágenes y pinturas neogóticas que en la actualidad se encuentran en la cabecera de la iglesia.
     
    Concluido el Concilio Vaticano, el papa Pablo VI inauguró, el 7 de marzo de 1965, una nueva forma de Liturgia en todas las parroquias e iglesias del mundo; las misas en latín pasaban a celebrarse en el idioma nativo de los feligreses; el sacerdote oficiaba de cara a sus fieles y se incluía a los laicos en las actividades de la iglesia. Con las nuevas reformas del Concilio, el presbiterio del convento de Santa Clara hubo de adaptarse a las nuevas formas de celebrar, y para ello fue necesario habilitar un nuevo espacio litúrgico adaptándolo al ya existente, y acogiendo las novedades que marcó el Concilio.  
 
    A partir de 1965, el presbiterio de la iglesia de Santa Clara de la Columna pasó a comprender la totalidad de la superficie de la última crujía del templo, quedando desde entonces organizado en dos niveles: uno, elevado sobre el piso general de la iglesia, que se alza sobre cinco peldaños de granito que se disponen en la zona central, mientras que las superficies laterales se rodean con barandas de hierro; y por otro lado, en el nivel inferior, se disponen el altar, el ambón o atril, la sede y la credencia (pequeña mesa que se coloca junto al altar con todo lo necesario para celebrar la misa).
     
    Con las nuevas reformas, el altar para las celebraciones litúrgicas pasa a ocupar el centro del nivel inferior del presbiterio, siendo el foco principal al que se dirigen las miradas durante la celebración. Inicialmente, se colocó un altar de madera, según testimonio de sor Carmen, y, posteriormente, se colocó el actual, que pasó a ser un altar fijo, formado por una gran mesa rectangular realizada en piedra que se apoya sobre un único pie o columna de granito que descansa sobre una gran basa con forma de hexágono irregular con molduras.  
 
    El altar tiene un simbolismo doble: por un lado, es "ara", altar del memorial del sacrificio de Cristo, mientras que el segundo simbolismo nos lo entregó el mismo Jesús en la Última Cena, cuando nos encomendó: "haced esto en conmemoración mía"; así, el altar, adquiere el simbolismo de mesa. Por eso, se reviste con el mantel y se adorna de forma festiva, con luces y flores.

    Junto al altar, encontramos también la sede o cátedra que debe ser única, porque la presidencia es única en la celebración: aunque puedan concelebrar varios sacerdotes, solamente uno es el que preside.     

    El ambón o atril, en Santa Clara de la Columna, está situado en el lado del evangelio, y es el lugar para la proclamación de la Palabra de Dios. Con el paso de los siglos, el ambón había ido desapareciendo progresivamente y surgieron los púlpitos, que no eran lugar de la Palabra, sino de la predicación. En el convento de Santa Clara, el antiguo púlpito de granito, s. XV, se eleva en el muro del evangelio de la capilla mayor, pegado al arco toral, y su estilo evoca el que presentan los arranques de los ocho garitones de la torre del castillo.  

    El presbiterio, con cabecera recta, se cubre con bóveda de crucería estrellada de ocho puntas, con una clave central y ocho secundarias, y con pinturas murales en los plementos, cubriendo el espacio cuadrado que forma la crujía de la capilla mayor. En el aspecto técnico, destaca la rica composición de nervaduras (terceletes y contraterceletes de tracería recta) que contrarrestan las fuerzas, y que descansan sobre ménsulas esquinadas que se sustentan en gruesos muros reforzados con arcos fajones. Este tipo de cubiertas tan elaboradas siguen patrones similares a los empleados en otros conventos promocionados por la familia Zúñiga, pues con ellas también se enaltece a sus promotores. Ejemplo de ello es la ornamentación de las ménsulas, en las que ángeles tenantes portan los escudos heráldicos familiares (Zúñiga, Sotomayor, Fernández de Córdoba y Manrique). Así, en el presbiterio se representan los blasones tanto de la rama femenina (Zúñiga, Manrique) que corresponden a los de Da Elvira, en el lado del evangelio, como los de la masculina (Sotomayor, Fernández de Córdoba) pertenecientes a D. Alfonso, que encontramos en los ángulos del muro de la epístola. Sin embargo, es en la clave de la bóveda donde se ensalza principalmente el honor y la distinción de los Sotomayor, pues, qué otra cosa que vanidad es el hecho de colocar el escudo en la clave central. Se trata de un blasón de madera sobre una cruz flordelisada y acolada, correspondiente al titular del condado e insertado en el centro de un gran sol, orlado con corona de laurel dorada de la que salen rayos curvos y rectos. El escudo aparece timbrado con corona de marqués. En heráldica la corona de laurel simboliza la victoria, mientras que en la simbología los rayos del sol simbolizan al Creador.

    Las pinturas barrocas de la bóveda toman formas prestadas del estilo Rococó, dada la profusión de elementos decorativos, medallones y rocalla, y complicados juegos de “C” y “S” que proliferan en todo el espacio, en consonancia con el “horror vacui” tan característico de este periodo.  Las pinturas exhiben dos categorías estéticas: de un lado, la que representa el ideal de belleza clásica, que está  ligado directamente a las figuras de los ángeles que portan los símbolos de la Pasión; y de otro, y en un nivel inferior, encontramos los grutescos, seres fantásticos, de naturaleza extravagante y fuera de toda regla, que el artista concibe de forma libre y caprichosa, combinando la figura humana con decoraciones de rocalla, tan propias del estilo Rococó del siglo XVIII, figuras que representan la oposición frente a lo sublime, es la dicotomía entre lo sagrado y lo profano.   

    Estas pinturas sustituyeron a otras anteriores, pues en aquellos puntos en los que las pinturas actuales muestran deterioros, se ha podido observar que debajo existieron otras, probablemente de la época en la que se construyó el convento. En la foto de la bóveda, a la que hemos aludido anteriormente, podemos observar que las pinturas cubrían también los muros laterales del presbiterio, y que el retablo avanzaba en altura cubriendo parte de los plementos decorados con pinturas de la bóveda, de lo que se deduce que el retablo se realizó en fechas posteriores a la realización de las pinturas. Actualmente, podemos observar cómo las pinturas de la bóveda que quedaban cubiertas por el retablo están mucho mejor conservadas y presentan unas policromías con mayor viveza y colorido. En cuanto a su datación, es aventurado fijar una fecha de realización, aunque existe una inscripción poco legible que figura en una “particella” que porta uno de los ángeles cantores, y que en todo caso hay que encuadrar en el siglo XVIII.

    En cuanto a la paleta de pigmentos utilizados en las pinturas de la bóveda, hay que destacar que el artista empleó tonos ricos y vibrantes en su paleta, principalmente rojos intensos y azules fuertes, que evidencian un profundo contraste entre tonos cálidos y fríos, y que, con mucha menor profusión, se acompañan de tonos tierra y ocres, así como del uso del blanco plomo o albayalde para dar profundidad a las formas. Para la fijación de las pinturas murales se utilizó como aglutinante la caseína, un compuesto que está presente en la leche y la sangre de distintos animales. Posee la virtud de permanecer fijada a los muros durante varios siglos, gracias a su potente capacidad de pegado y a su cualidad de volverse insoluble al agua. Tiene las mismas características que el temple de huevo, que son una gran luminosidad en el color y facilidad para trabajar las veladuras.

    Para muchos de los fieles, especialmente cuando el analfabetismo era la nota dominante, estas manifestaciones pictóricas representaron una concreta mediación catequética, pues responden a un programa iconográfico con el que el artista concreta un guion, un relato lleno de belleza; es el recorrido que realizó Jesús hasta su Resurrección.    

    La pintura mural de la bóveda del presbiterio es todo un icono evangélico sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús, que evoca al titular del Convento, Jesús atado a la Columna. Este misterio está enmarcado en el misterio de la pasión y muerte de Jesús. Posiblemente, el autor de estas pinturas escogió el relato del evangelio de san Juan para culminar su obra, aunque también pudo valerse de otras influencias, sin embargo, podemos pensar que fue del evangelio de san Juan si nos atenemos a la representación de los ángeles tenantes, especialmente porque uno de los ángeles porta una lanza, la que traspaso el costado de Jesucristo y únicamente se habla de esta escena en el evangelio de Juan (Jn. 19, 31-37). Estas pinturas murales nos adentran en una descripción de todo el misterio Pascual, pasión, muerte y resurrección de Jesús.

     En el centro de la bóveda, el sol con rayos de madera representa al mismo Jesucristo, es el sol que nace de lo alto, por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc. 1, 78-79) Jesucristo es el centro de toda la pintura mural y por lo tanto de todo el misterio Pascual, que comienza con la Pasión y termina con la Resurrección de Jesús. 
 
    Siguiendo el evangelio de san Juan nos adentramos en cada figura (Jn. 18, 1-37): En primer lugar, el pelicano, como símbolo eucarístico. El evangelio de san Juan a diferencia de los demás evangelios no narra la institución de la eucaristía (la última cena) hace referencia al lavatorio de los pies, aunque no mencione explícitamente la eucaristía fluye espontáneamente, y lo hace como ejemplo de lo que tienen que hacer los discípulos de Jesús, dándole prioridad al servicio y a la entrega. Por ello, el pelicano es símbolo de entrega, de oblación, hasta picotear su pecho para dar alimento a sus polluelos. La eucaristía es el misterio del cuerpo y de la sangre del Señor, es decir, el misterio de la vida y de la muerte de Jesucristo. En lenguaje bíblico, los términos cuerpo y sangre tienen un significado concreto e histórico, indican toda la vida de Cristo (su vida y su muerte). Dice santo Tomas de Aquino: “El misterio cristiano tiene siempre una triple dimensión: es memoria, signo conmemorativo de pasado; es presencia, signo manifestativo de la gracia; y es espera, signo profético de la gloria futura (Santo Tomás de Aquino: Summa theologiae, III, q.60, a.3). La eucaristía es gracia que se nos da para permanecer en Jesús y mediación privilegiada para ser en Cristo Jesús. La Eucaristía actualiza el acontecimiento central de la Historia de la Salvación, la Pascua de Jesús.
 
    En las pinturas aparecen representados ocho ángeles que portan los símbolos de la Pasión: la corona de espinas, la cruz, la columna, los azotes, la caña con la esponja, las tenazas y el martillo, la lanza y los tres clavos, símbolos con los que se recorre la pasión de Jesús hasta su muerte en la cruz. El evangelio de san Juan narra con detalle como sucedió este acontecimiento (Jn. 19, 1-37). Cada escena de la Pasión tiene un contenido teologal propio, y el relato en su conjunto narra la historia más trágica de la humanidad y también la más luminosa, porque la luz que lo transfigura todo es la obediencia al Padre y la solidaridad con la condición humana hasta el final.  Es la hora del amor hasta el extremo. Contemplando el Amor Absoluto que se rebaja, que sufre por la humanidad, que se entrega libremente “nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente” (Jn. 10, 18).   
 
 
     Junto a estos ángeles figuran también cuatro angelitos que tocan instrumentos musicales: flauta, vihuela, guitarra y pandero, y dos ángeles cantores que anuncian la resurrección de Jesús, entre cantos de júbilo y alabanza: “¡Jesucristo ha resucitado está vivo ha vencido a la muerte!”. Lo expresa muy bien el salmo 50: “Alabad al Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus obras magnificas, alabadlo por su inmensa grandeza, alabadlo tocando trompetas, alabadlo con arpas y citaras, alabadlo con tambores y danzas, alabadlo con trompas y flautas, alabadlo con palillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes. Todo ser que alienta alabe al Señor”. La muerte no tiene la última palabra, su victoria es real, estamos liberados del pecado, de la ley y de la muerte. “Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de Rey tan poderoso que las trompetas anuncien la salvación” (Pregón Pascual).

    En los plementos centrales de las pinturas de la bóveda, aparece representado el Espíritu Santo en forma de paloma. En el evangelio de san Juan, antes de la Pasión de Jesús, nos habla de la venida del Paráclito (Espíritu Santo). El Espíritu hará comprender que la elevación de Cristo en la cruz será también su elevación a la gloria. San Juan atribuye al Espíritu lo que san Lucas dice en su evangelio de Cristo resucitado, siendo la paloma el símbolo de la resurrección de Jesucristo. “En verdad en verdad os digo que llorareis y os lamentareis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes pero vuestra alegría se convertirá en gozo” (Jn. 16,20). El gozo y la alegría de la resurrección. Al morir Jesús, nos entregó el Espíritu. Al resucitar, sopla el Espíritu Santo y nos lo da para que cumpla lo que nos prometió hasta el final de los tiempos: que sería el Defensor, el Consolador.

    Y el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! Y el que oye, diga: ¡Ven! Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, recibirá gratis agua de vida” (Ap. 22, 17).

© Sara Aranda Moreno y Eugenia Lara Cabrera