El Presbiterio en Santa Clara de la Columna

    En estas fechas, en las que tenemos muy próximo el Domingo de Resurrección, queremos evocar el misterio que late tras las obras de arte. Y, en este sentido, este artículo pretende acercar al lector la belleza del Evangelio que se manifiesta en el arte. 
 
    En la capilla mayor de la iglesia del convento de Santa Clara de la Columna convergen arquitectura y pintura, sirviendo los plementos de la bóveda de soporte a las pinturas murales; en ellas, el artista plasma un amplio programa iconográfico, recreándose en los aspectos puramente religiosos, creando un espacio cargado de simbolismo, y al que dedicamos una especial atención.
     
    Como en otras ocasiones, las dos autoras de este artículo presentamos nuestro trabajo conjuntamente, y abordamos su estudio desde diferentes ópticas: la artística y la cristológica; ambas facetas quieren ser un canto a la belleza ética y estética que atesora la capilla mayor, pues lo que pretendemos no es otra cosa que valorar el conjunto en toda su grandeza.  
 
    El presbiterio de la iglesia se cubre con una estructura arquitectónica de especial significación, pues bajo ella tienen lugar los momentos más sublimes durante la celebración litúrgica, hecho que generalmente se valida creando las cubiertas de mayor magnificencia y suntuosidad de todo el edificio.  
 
    Comenzamos este trabajo haciendo mención de los cambios que se produjeron en la capilla mayor con motivo del Concilio Vaticano II. Desde la fundación del convento hasta la celebración del Concilio, el presbiterio del templo únicamente comprendió el espacio que se eleva sobre las escaleras en la cabecera de la iglesia. A lo largo de estos siglos, desde finales del XV hasta pasada de la segunda mitad del siglo XX, la misa en su interior se celebraba en latín y el sacerdote oficiaba de espaldas al pueblo. Como testimonio de esta manera de celebrar la liturgia, aún se conserva el altar pegado al testero del presbiterio. Este altar se construyó cuando la iglesia retomó el culto tras la guerra civil, ante la destrucción del anterior que, como era costumbre, estaba integrado en el retablo barroco que fue quemado durante la contienda fratricida (bajo estas líneas incluimos una foto antigua de la bóveda, en la que se puede apreciar el remate del retablo desaparecido). Finalizado el conflicto, sor Guadalupe, natural de Belalcázar, financió con su patrimonio las imágenes y pinturas neogóticas que en la actualidad se encuentran en la cabecera de la iglesia.
     
    Concluido el Concilio Vaticano, el papa Pablo VI inauguró, el 7 de marzo de 1965, una nueva forma de Liturgia en todas las parroquias e iglesias del mundo; las misas en latín pasaban a celebrarse en el idioma nativo de los feligreses; el sacerdote oficiaba de cara a sus fieles y se incluía a los laicos en las actividades de la iglesia. Con las nuevas reformas del Concilio, el presbiterio del convento de Santa Clara hubo de adaptarse a las nuevas formas de celebrar, y para ello fue necesario habilitar un nuevo espacio litúrgico adaptándolo al ya existente, y acogiendo las novedades que marcó el Concilio.  
 
    A partir de 1965, el presbiterio de la iglesia de Santa Clara de la Columna pasó a comprender la totalidad de la superficie de la última crujía del templo, quedando desde entonces organizado en dos niveles: uno, elevado sobre el piso general de la iglesia, que se alza sobre cinco peldaños de granito que se disponen en la zona central, mientras que las superficies laterales se rodean con barandas de hierro; y por otro lado, en el nivel inferior, se disponen el altar, el ambón o atril, la sede y la credencia (pequeña mesa que se coloca junto al altar con todo lo necesario para celebrar la misa).
     
    Con las nuevas reformas, el altar para las celebraciones litúrgicas pasa a ocupar el centro del nivel inferior del presbiterio, siendo el foco principal al que se dirigen las miradas durante la celebración. Inicialmente, se colocó un altar de madera, según testimonio de sor Carmen, y, posteriormente, se colocó el actual, que pasó a ser un altar fijo, formado por una gran mesa rectangular realizada en piedra que se apoya sobre un único pie o columna de granito que descansa sobre una gran basa con forma de hexágono irregular con molduras.  
 
    El altar tiene un simbolismo doble: por un lado, es "ara", altar del memorial del sacrificio de Cristo, mientras que el segundo simbolismo nos lo entregó el mismo Jesús en la Última Cena, cuando nos encomendó: "haced esto en conmemoración mía"; así, el altar, adquiere el simbolismo de mesa. Por eso, se reviste con el mantel y se adorna de forma festiva, con luces y flores.

    Junto al altar, encontramos también la sede o cátedra que debe ser única, porque la presidencia es única en la celebración: aunque puedan concelebrar varios sacerdotes, solamente uno es el que preside.     

    El ambón o atril, en Santa Clara de la Columna, está situado en el lado del evangelio, y es el lugar para la proclamación de la Palabra de Dios. Con el paso de los siglos, el ambón había ido desapareciendo progresivamente y surgieron los púlpitos, que no eran lugar de la Palabra, sino de la predicación. En el convento de Santa Clara, el antiguo púlpito de granito, s. XV, se eleva en el muro del evangelio de la capilla mayor, pegado al arco toral, y su estilo evoca el que presentan los arranques de los ocho garitones de la torre del castillo.  

    El presbiterio, con cabecera recta, se cubre con bóveda de crucería estrellada de ocho puntas, con una clave central y ocho secundarias, y con pinturas murales en los plementos, cubriendo el espacio cuadrado que forma la crujía de la capilla mayor. En el aspecto técnico, destaca la rica composición de nervaduras (terceletes y contraterceletes de tracería recta) que contrarrestan las fuerzas, y que descansan sobre ménsulas esquinadas que se sustentan en gruesos muros reforzados con arcos fajones. Este tipo de cubiertas tan elaboradas siguen patrones similares a los empleados en otros conventos promocionados por la familia Zúñiga, pues con ellas también se enaltece a sus promotores. Ejemplo de ello es la ornamentación de las ménsulas, en las que ángeles tenantes portan los escudos heráldicos familiares (Zúñiga, Sotomayor, Fernández de Córdoba y Manrique). Así, en el presbiterio se representan los blasones tanto de la rama femenina (Zúñiga, Manrique) que corresponden a los de Da Elvira, en el lado del evangelio, como los de la masculina (Sotomayor, Fernández de Córdoba) pertenecientes a D. Alfonso, que encontramos en los ángulos del muro de la epístola. Sin embargo, es en la clave de la bóveda donde se ensalza principalmente el honor y la distinción de los Sotomayor, pues, qué otra cosa que vanidad es el hecho de colocar el escudo en la clave central. Se trata de un blasón de madera sobre una cruz flordelisada y acolada, correspondiente al titular del condado e insertado en el centro de un gran sol, orlado con corona de laurel dorada de la que salen rayos curvos y rectos. El escudo aparece timbrado con corona de marqués. En heráldica la corona de laurel simboliza la victoria, mientras que en la simbología los rayos del sol simbolizan al Creador.

    Las pinturas barrocas de la bóveda toman formas prestadas del estilo Rococó, dada la profusión de elementos decorativos, medallones y rocalla, y complicados juegos de “C” y “S” que proliferan en todo el espacio, en consonancia con el “horror vacui” tan característico de este periodo.  Las pinturas exhiben dos categorías estéticas: de un lado, la que representa el ideal de belleza clásica, que está  ligado directamente a las figuras de los ángeles que portan los símbolos de la Pasión; y de otro, y en un nivel inferior, encontramos los grutescos, seres fantásticos, de naturaleza extravagante y fuera de toda regla, que el artista concibe de forma libre y caprichosa, combinando la figura humana con decoraciones de rocalla, tan propias del estilo Rococó del siglo XVIII, figuras que representan la oposición frente a lo sublime, es la dicotomía entre lo sagrado y lo profano.   

    Estas pinturas sustituyeron a otras anteriores, pues en aquellos puntos en los que las pinturas actuales muestran deterioros, se ha podido observar que debajo existieron otras, probablemente de la época en la que se construyó el convento. En la foto de la bóveda, a la que hemos aludido anteriormente, podemos observar que las pinturas cubrían también los muros laterales del presbiterio, y que el retablo avanzaba en altura cubriendo parte de los plementos decorados con pinturas de la bóveda, de lo que se deduce que el retablo se realizó en fechas posteriores a la realización de las pinturas. Actualmente, podemos observar cómo las pinturas de la bóveda que quedaban cubiertas por el retablo están mucho mejor conservadas y presentan unas policromías con mayor viveza y colorido. En cuanto a su datación, es aventurado fijar una fecha de realización, aunque existe una inscripción poco legible que figura en una “particella” que porta uno de los ángeles cantores, y que en todo caso hay que encuadrar en el siglo XVIII.

    En cuanto a la paleta de pigmentos utilizados en las pinturas de la bóveda, hay que destacar que el artista empleó tonos ricos y vibrantes en su paleta, principalmente rojos intensos y azules fuertes, que evidencian un profundo contraste entre tonos cálidos y fríos, y que, con mucha menor profusión, se acompañan de tonos tierra y ocres, así como del uso del blanco plomo o albayalde para dar profundidad a las formas. Para la fijación de las pinturas murales se utilizó como aglutinante la caseína, un compuesto que está presente en la leche y la sangre de distintos animales. Posee la virtud de permanecer fijada a los muros durante varios siglos, gracias a su potente capacidad de pegado y a su cualidad de volverse insoluble al agua. Tiene las mismas características que el temple de huevo, que son una gran luminosidad en el color y facilidad para trabajar las veladuras.

    Para muchos de los fieles, especialmente cuando el analfabetismo era la nota dominante, estas manifestaciones pictóricas representaron una concreta mediación catequética, pues responden a un programa iconográfico con el que el artista concreta un guion, un relato lleno de belleza; es el recorrido que realizó Jesús hasta su Resurrección.    

    La pintura mural de la bóveda del presbiterio es todo un icono evangélico sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús, que evoca al titular del Convento, Jesús atado a la Columna. Este misterio está enmarcado en el misterio de la pasión y muerte de Jesús. Posiblemente, el autor de estas pinturas escogió el relato del evangelio de san Juan para culminar su obra, aunque también pudo valerse de otras influencias, sin embargo, podemos pensar que fue del evangelio de san Juan si nos atenemos a la representación de los ángeles tenantes, especialmente porque uno de los ángeles porta una lanza, la que traspaso el costado de Jesucristo y únicamente se habla de esta escena en el evangelio de Juan (Jn. 19, 31-37). Estas pinturas murales nos adentran en una descripción de todo el misterio Pascual, pasión, muerte y resurrección de Jesús.

     En el centro de la bóveda, el sol con rayos de madera representa al mismo Jesucristo, es el sol que nace de lo alto, por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc. 1, 78-79) Jesucristo es el centro de toda la pintura mural y por lo tanto de todo el misterio Pascual, que comienza con la Pasión y termina con la Resurrección de Jesús. 
 
    Siguiendo el evangelio de san Juan nos adentramos en cada figura (Jn. 18, 1-37): En primer lugar, el pelicano, como símbolo eucarístico. El evangelio de san Juan a diferencia de los demás evangelios no narra la institución de la eucaristía (la última cena) hace referencia al lavatorio de los pies, aunque no mencione explícitamente la eucaristía fluye espontáneamente, y lo hace como ejemplo de lo que tienen que hacer los discípulos de Jesús, dándole prioridad al servicio y a la entrega. Por ello, el pelicano es símbolo de entrega, de oblación, hasta picotear su pecho para dar alimento a sus polluelos. La eucaristía es el misterio del cuerpo y de la sangre del Señor, es decir, el misterio de la vida y de la muerte de Jesucristo. En lenguaje bíblico, los términos cuerpo y sangre tienen un significado concreto e histórico, indican toda la vida de Cristo (su vida y su muerte). Dice santo Tomas de Aquino: “El misterio cristiano tiene siempre una triple dimensión: es memoria, signo conmemorativo de pasado; es presencia, signo manifestativo de la gracia; y es espera, signo profético de la gloria futura (Santo Tomás de Aquino: Summa theologiae, III, q.60, a.3). La eucaristía es gracia que se nos da para permanecer en Jesús y mediación privilegiada para ser en Cristo Jesús. La Eucaristía actualiza el acontecimiento central de la Historia de la Salvación, la Pascua de Jesús.
 
    En las pinturas aparecen representados ocho ángeles que portan los símbolos de la Pasión: la corona de espinas, la cruz, la columna, los azotes, la caña con la esponja, las tenazas y el martillo, la lanza y los tres clavos, símbolos con los que se recorre la pasión de Jesús hasta su muerte en la cruz. El evangelio de san Juan narra con detalle como sucedió este acontecimiento (Jn. 19, 1-37). Cada escena de la Pasión tiene un contenido teologal propio, y el relato en su conjunto narra la historia más trágica de la humanidad y también la más luminosa, porque la luz que lo transfigura todo es la obediencia al Padre y la solidaridad con la condición humana hasta el final.  Es la hora del amor hasta el extremo. Contemplando el Amor Absoluto que se rebaja, que sufre por la humanidad, que se entrega libremente “nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente” (Jn. 10, 18).   
 
 
     Junto a estos ángeles figuran también cuatro angelitos que tocan instrumentos musicales: flauta, vihuela, guitarra y pandero, y dos ángeles cantores que anuncian la resurrección de Jesús, entre cantos de júbilo y alabanza: “¡Jesucristo ha resucitado está vivo ha vencido a la muerte!”. Lo expresa muy bien el salmo 50: “Alabad al Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus obras magnificas, alabadlo por su inmensa grandeza, alabadlo tocando trompetas, alabadlo con arpas y citaras, alabadlo con tambores y danzas, alabadlo con trompas y flautas, alabadlo con palillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes. Todo ser que alienta alabe al Señor”. La muerte no tiene la última palabra, su victoria es real, estamos liberados del pecado, de la ley y de la muerte. “Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de Rey tan poderoso que las trompetas anuncien la salvación” (Pregón Pascual).

    En los plementos centrales de las pinturas de la bóveda, aparece representado el Espíritu Santo en forma de paloma. En el evangelio de san Juan, antes de la Pasión de Jesús, nos habla de la venida del Paráclito (Espíritu Santo). El Espíritu hará comprender que la elevación de Cristo en la cruz será también su elevación a la gloria. San Juan atribuye al Espíritu lo que san Lucas dice en su evangelio de Cristo resucitado, siendo la paloma el símbolo de la resurrección de Jesucristo. “En verdad en verdad os digo que llorareis y os lamentareis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes pero vuestra alegría se convertirá en gozo” (Jn. 16,20). El gozo y la alegría de la resurrección. Al morir Jesús, nos entregó el Espíritu. Al resucitar, sopla el Espíritu Santo y nos lo da para que cumpla lo que nos prometió hasta el final de los tiempos: que sería el Defensor, el Consolador.

    Y el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! Y el que oye, diga: ¡Ven! Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, recibirá gratis agua de vida” (Ap. 22, 17).

© Sara Aranda Moreno y Eugenia Lara Cabrera

 

         
   

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